13 MAR 17
¿Error médico,
error humano
Por qué nos equivocamos? ¿Estamos condendados al error? |
Las razones
cognitivas y situacionales del error en medicina. Dos reflexiones de destacados
colegas que buscan explicaciones y proponen soluciones posibles
Introducción
Hace
menos de un año, un artículo publicado en British Medical Journal (Makary
M, Daniel M. Medical error—the third leading cause of death in the US. BMJ
2016;353:i2139) sostuvo que el error médico es la tercera causa de
muerte en los Estados Unidos, después de la enfermedad cardiovascular y el
cáncer. Se basaba en una serie de reportes institucionales y de investigadores
independientes publicadas desde 1999.
La
publicación reactivó una vieja controversia: la de la definición de error
médico ¿Alcanza con decir que es aquello que, en el ejercicio de la profesión,
se hizo cuando no debía hacerse (o viceversa) y que se siguió de peor evolución
del paciente o debiéramos buscar la certeza de que esa actuación o falta
de ella causó el peor resultado?
Hubo
quienes discutieron la base estadística de la afirmación, quienes remarcaron
que se trataba de análisis secundario de datos sin que los autores hubieran
confirmado en cada caso si se trataba verdaderamente de errores o
complicaciones esperables, y poco a poco el fuego inicial se fue atenuando. Ello
no impide que sigamos reflexionando sobre el tema. Y si bien hay muchas
revisiones publicadas en revistas médicas sobre la taxonomía del error médico,
algunas lecturas no específicamente médicas pueden ayudarnos a tener una visión
más amplia del problema.
Las ilusiones que nos acechan
Practicamos
la medicina con elevada confianza en nuestras propias fuerzas. No podríamos
hacerlo si no fuera así. Es menester creer que hemos interrogado con cuidado y
obtenido del paciente el relato más fidedigno y minucioso posible. Que los
métodos diagnósticos empleados nos dan certeza suficiente para instaurar un
tratamiento eficaz. Atravesamos cada día con la seguridad de haber hecho en
cada caso lo correcto. Sin embargo, todos conocemos la sensación de ver
interrumpida nuestra cena, o lo que es peor, nuestro dormir, por la irrupción
de la duda, por el eco de palabras que en medio de la noche parecen decir otra
cosa.
No
consideramos desde ya en estas líneas el error que cometemos por falta de
información, o información errónea. Es claro que el que más estudia y más
pacientes ha visto, construyendo esa mezcla de teoría y práctica que es nuestro
saber, tiene menos riesgo de fallar. La duda surge cuando, estudiosos,
dedicados, conscientes, tropezamos con el error. ¿Son acaso nuestras
capacidades menos firmes de lo que estimamos?
Quizás
debemos empezar por reconocer que una serie de ilusiones nos acechan, pero no
solo cuando ejercemos nuestra profesión, sino en toda la extensión y ancho de
nuestra vida, porque son parte de la experiencia humana.
La atención
Creemos
en nuestra capacidad de atención, y suponemos que nada importante se nos puede
estar escapando. El test desarrollado por Chabris y Simons y tan difundido en
Internet del gorila invisible (www.theinvisiblegorilla.com) pone en entredicho este
supuesto. Puestos a contar cuántos pases de pelota se hacen entre sí los
integrantes de un equipo de basquetbol, la mitad de nosotros no reparará en la
aparición entre los jugadores de un extraño disfrazado de gorila. Este
porcentaje de fracaso es independiente de sexo, edad, nivel socioeconómico,
etc. Y es que la atención es un juego de suma cero: la atención específicamente
dirigida en un sentido genera ceguera por falta de atención hacia el resto de
las cosas. Todos recordamos ejemplos de hallazgos de cosas que “siempre
estuvieron allí”. Los ejemplos más sonoros vienen del campo de las imágenes, no
porque los dedicados a ese tipo de estudios tengan mayor proporción de falla,
sino justamente porque los resultados de su práctica quedan congelados en el
tiempo, y a ellos podemos volver una y otra vez.
Las expectativas
Vemos lo
que esperamos ver, vemos lo que “queremos” ver. Suelo citar un ejemplo que me toca
de cerca. Recibimos un paciente con cuadro de palpitaciones muy rápidas. El
médico de la ambulancia vio en el monitor taquicardia ventricular. Al momento
del examen se encuentra en ritmo sinusal. Tiene antecedente de arritmia
ventricular compleja, y enfermedad coronaria conocida. Una nueva
coronariografía no revela lesión actual que justifique origen isquémico de la
arritmia; en el ecocardiograma diámetros y función del ventrículo izquierdo son
normales. Decidimos avanzar con una resonancia magnética cardíaca, en busca de un
sustrato de fibrosis o infiltración que explique todo; y el operador señala que
es cierto, que el ventrículo izquierdo es normal y no hay hallazgo patológico
de importancia, pero que el derecho está dilatado, disfuncionante y con trombo.
Revisado el ecocardiograma, la disfunción derecha estaba allí, pero ninguno de
los que vimos el estudio reparamos en ella. Simplemente porque estábamos todos
convencidos del origen izquierdo de la arritmia y toda nuestra búsqueda se
orientó en ese sentido.
La memoria
Nuestros recuerdos son
entonces un producto del barro de hechos reales o no, modelados por nuestros
sentidos, creencias, emociones, experiencias.
Creemos
en las bondades de nuestra memoria. De hecho, la nuestra es una carrera basada
fuertemente en la misma. Desde las inserciones de cada músculo en cada
accidente de cada hueso, pasando por las tinciones de cada microbio hasta
llegar a las manifestaciones menos frecuentes de todas y cada una de las
enfermedades y el espectro de tratamiento de cada antibiótico, por citar solo
algunas de las listas que hemos debido memorizar en nuestra formación, hemos y
nos hemos demostrado nuestra capacidad de recordar. Pero, ¿cómo opera el
proceso? ¿Cómo recordamos? Recordamos aquello que nos impacta emocionalmente,
mucho más aquello que vemos o hacemos o mencionamos a diario, guardamos memoria
de lo que nos conmueve, tendemos a olvidar el resto. Y nuestra mente
continuamente arma historias, llenando los huecos entre las islas de recuerdos
que parecen más firmes.
Recordamos
lo que nos emociona, y a su vez las emociones “arman” nuestros recuerdos.
Pondríamos las manos en el fuego por lo que parece justamente grabado a fuego
en nuestra memoria. Y, sin embargo, diversas pruebas y experimentos debieran
hacernos dudar. Así, por ejemplo, puestos a memorizar una lista de palabras,
somos en promedio capaces de recordar poco más de la mitad de las mismas; y si
varias palabras se refieren a un tema, “recordaremos” otras vinculadas, aunque
no formen parte de la lista. Es muy posible que si nos dicen frazada,
pesadilla, cama, almohada, también recordemos la palabra dormir.
Nuestros
recuerdos son entonces un producto del barro de hechos reales o no, modelados
por nuestros sentidos, creencias, emociones, experiencias. Cuando interrogamos a un
paciente sobre la data de un síntoma, el tiempo que arrastra una dolencia, su
momento de aparición, ¿podemos afirmar con certeza que lo que escuchamos es
real? Siempre me ha llamado la atención la convicción con que en ateneos o
discusiones de sala se defiende una hipótesis fisiopatológica, el ardor y
fiereza con que se defiende una opinión, en base a lo que el paciente dijo.
Porque el relato del paciente es lo que recuerda, o cree recordar; es más arduo
poder afirmar que es la realidad. Y es curioso que cuando nos referimos a los
diferentes tipos de estudios de investigación, la crítica más fuerte que
reciben los estudios retrospectivos caso control tiene que ver justamente con
el riesgo de sesgos: el de recuerdo y el del entrevistador.
Recuerda
diferente el enfermo que el sano, y recuerda diferente el enfermo según lo que
le acontece; y además recuerda diferente porque el que lo interroga, cuando
sostiene determinada hipótesis, profundiza en ciertas cuestiones y relega
otras. Conocemos a un paciente, y a poco de escucharlo y verlo, algunas
hipótesis cobran primacía. Nuestras preguntas van en ese sentido, y es
imposible que en cierta manera no “eduquen” al paciente acerca de lo que debe
recordar. Y es claro que el interrogatorio es base de la buena práctica, y que
el margen de error se acota cuanto más intensivo es; pero, ¿no debiéramos ser
más prudentes a la hora de defender un supuesto, habida cuenta de la naturaleza
de los recuerdos?
La confianza y el error
Otro
fenómeno que nos induce a errar es el de la confianza en nuestras propias
capacidades. Es imprescindible para actuar, es el antídoto contra la parálisis
en la que podríamos caer de no estar seguros de nuestras fuerzas. Pero diversos
estudios observacionales y encuestas hechas en distintos ámbitos sugieren que
tal vez nos excedemos: a la hora de valorar diversas habilidades y
condiciones suele repetirse el hecho de que más (a veces mucho más) de la mitad
de las personas estiman hallarse por arriba de la media (¡algunos deben estar
equivocados!). Genera más confianza en los demás aquel que se muestra más
seguro de lo que dice, aunque lo que dice sea erróneo. En discusiones
científicas, en confección de consensos, la opinión de aquel en el que más se
confía, el que tiene a priori más autoridad, suele volcar en
su sentido la decisión o conclusión final. Y esto nos trae a un concepto que es
inseparable de nuestro accionar: el del juicio clínico.
El juicio clínico
no es una entidad congelada o inmutable. Lo que ayer estaba mal, hoy luce
correcto
Cuántas
veces no hemos escuchado y repetido que tal o cual conducta debe basarse en el
mismo, como forma de resolver una duda. Y es cierto, el juicio clínico es vital
para llevar adelante la práctica. Pero, a la hora de pensar un poco más en el
mismo, podemos recordar que en cada época ha habido un juicio clínico
prevalente, basado en el conocimiento disponible, en las ideas dominantes, en
la autoridad. Y sin necesidad de remontarnos a los mil años en que la doctrina
Galénica se enseñoreó en el mundo de la medicina (con sus ideas acerca de la
formación de la sangre en el hígado y sus conceptos anatómicos basados en la
disección de monos), baste rememorar que de acuerdo al juicio clínico dominante
hace solo veinte a treinta años, no debían administrarse betabloqueantes a los
pacientes con insuficiencia cardíaca y era correcto en cambio tratar
rutinariamente con lidocaína a los pacientes internados por un infarto agudo de
miocardio.
El
juicio clínico, entonces, no es una entidad congelada o inmutable. Lo que ayer
estaba mal, hoy luce correcto. Pero, por otra parte, yendo de lo general a lo
individual, podremos también coincidir en que cada uno de nosotros tiene su
propio juicio. Por eso es que cuando se esgrime en una discusión haberse
comportado según el juicio clínico, no puedo menos que preguntarme: ¿cuál? Si
todos tuviéramos el mismo, no habría diferencias en nuestro proceder. Pero como
no es así, podremos concluir que el juicio clínico importa… cuando es acertado.
Saber es poder
pasar por tres por qué sucesivos partiendo de una afirmación
Nos
sostiene cada día nuestro conocimiento de la disciplina que encaramos. Y sin
pretender alcanzar alturas filosóficas que nos mareen, o bucear en la teoría
del conocimiento, sí resulta que creemos saber más cuanto más familiares somos
con lo que decimos. La repetición a diario de conceptos y frases genera en cada
uno la idea de saber. Al respecto, parece bueno citar a un viejo profesor de
psicología cognitiva que decía que saber es poder pasar por tres por qué
sucesivos partiendo de una afirmación. A la respuesta que damos a un primer por
qué, poder responder a continuación por qué, y un tercer por qué que pueda
explicar esta última respuesta.
El
experto en un tema es el que sin duda puede hacerlo, pero nunca debemos olvidar
que por ser experto su visión es tunelar. Porque, volviendo atrás, su atención
se concentra en un foco, y la intensidad y profundidad que adquiere su mirada
por fuerza limita la extensión de temas en los que puede centrarse. Solemos
creer erróneamente que el brillo que tiene un experto cuando se refiere a su
área de interés, la rapidez de su pensamiento y lo lógico de su exposición,
aseguran igual prestación cuando toca temas conexos.
Seguramente
no es así. Puede que a algunos la capacidad intelectual les permita moverse con
comodidad en aguas poco navegadas, pero de cualquier manera siempre las
atravesará mejor el que las conoce más. En la mayoría de los casos los expertos
pueden darnos la mejor explicación sobre lo que acaba de pasar. Y su papel es
más que importante, porque el resto de nosotros nos movemos en un estrato mucho
más superficial. Alcanza para actuar y resolver los problemas que se van
presentando, en el marco del paradigma imperante. Pero nuevo conocimiento
aparece, estudios de observación o intervención vienen a desafiar los criterios
imperantes, y allí están los expertos nuevamente explicando lo que sucede,
desdiciéndose y recalculando. Y es perfecto que así sea, porque así progresa la
ciencia. Pero, entonces, lo que se defendía fervientemente ¿no era cierto? ¿Los
expertos sostenían con firmeza una opinión que ya no vale? Conocer
verdaderamente la realidad es poder predecirla con poco o ningún error. Como
vemos, tarea de gigantes.
Dos
formas polares han sido descriptas por Kahneman en el proceso de pensamiento: una
rápida, la otra lenta.
· La rápida es no analítica, intuitiva,
basada en el reconocimiento de patrones ya conocidos.
·
La
lenta es analítica y reflexiva.
|
El
pensamiento rápido reposa en heurísticas, automatismos o experiencias
recientes. El reconocimiento de matices, la consideración de más de una
explicación posible, la verificación de que no todo coincide, la generación y
refutación de hipótesis, todo ello requiere tiempo. Ambas formas de pensar son
útiles a la hora de ejercer la medicina.
Los
médicos más jóvenes, con menos experiencia, demoran más en tomar una decisión;
los más experimentados más frecuentemente reconocen patrones construidos con
lecturas previas y pacientes ya vistos. Ante la emergencia el proceso rápido es
fundamental, pero numerosos sesgos cognitivos (algunos los
llaman disposición cognitiva a responder) afectan nuestro diario proceder: nos
hacen anclarnos en lo primero que nos llama la atención, adjudicar al cuadro de
un paciente el diagnóstico que hicimos en el último que nos resultó similar,
ignorar la verdadera prevalencia de una enfermedad inflándola o reduciéndola, y
no tener en cuenta el contexto en el que nos movemos y la persona que tenemos
delante a la hora de diagnosticar y decidir.
Olvidamos,
obviamos, aquellos datos que no encajan en nuestra forma de entender los
hechos, aquellos para los que no encontramos razón
Nuestro
cerebro tiende a funcionar espontáneamente en forma “rápida y sucia”, encontrando
relaciones lineales entre dos o tres datos. Rápidamente armamos historias,
construimos relatos que permiten que todo encaje en una sucesión que nos
resulta cómoda. El hallazgo de linealidad es la aspiración inconsciente que nos
guía. Una relación entre dos o más datos inscripta en una parábola o, peor aún,
un movimiento sinusoidal, es algo que no se nos presenta intuitivamente.
Y
más allá de resultar sin dudas operativo, ¿podemos realmente creer que la
realidad se mueve en línea recta? ¿Es una enfermedad el resultado de un
comportamiento unívoco? Si hasta en el caso de las enfermedades infecciosas,
donde el agente etiológico está claro, resulta que no todos los huéspedes
enferman, y no lo hacen con igual gravedad! ¿Cómo podríamos entonces adjudicar
un evento a un solo dato de laboratorio, en vez de entender que la realidad es
multicausal?
Sin
embargo, puestos a explicar nos es fácil caer en la falacia
narrativa a la que se refiere Thaleb, uniendo aquellos puntos que nos impresionan o
convencen (desde el interrogatorio hasta los datos concordantes de nuestro
examen clínico y los métodos complementarios) para armar un relato que nos
permite actuar. Olvidamos, obviamos, aquellos datos que no encajan en nuestra
forma de entender los hechos, aquellos para los que no encontramos razón. Si somos exitosos en nuestro
proceder, encontramos en ello una nueva confirmación de nuestras habilidades.
Cuando ello no sucede, también tenemos una explicación.
Llegados
al fin de estas breves reflexiones y comentarios, que solo pretenden instalar
el tema, no desentrañarlo ni mucho menos agotarlo, solo quisiéramos remarcar que el error que
llamamos médico es muchas veces la expresión en el ejercicio de la medicina de
dificultades, creencias y limitaciones que nos son comunes a todos, por el solo
hecho de ser humanos. Que una buena forma de combatirlo, ya que no de
erradicarlo, es tomar conciencia plena de las múltiples celadas que nos tiende
nuestra naturaleza. Que
el cerebro se comporta de manera que nos eleva hasta alturas insospechadas pero
en virtud de su mismo funcionar también puede precipitarnos en la equivocación.
Que, seguramente, nos equivocamos menos cuando cuestionamos más lo que hacemos,
cuando nos completa la visión del otro. Y, porque todas las palabras que
siguen derivan de humus (tierra en latín, la tierra de
la que venimos y a la que volvemos), cuando reconocemos que errar es humano, y que se lucha contra el error
no sintiéndonos humillados al admitirlo, sino aprendiendo a ser más humildes.
Dr. Jorge Thierer
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